Uno no es realmente consciente de que está haciendo una película hasta que no ve el material en una pantalla de cine. No vale un ordenador ni una tele enorme: tiene que ser en un cine. A oscuras. Con público. Y es que ese es el quitz de la cuestión: que la gente disfrute (u odie) tu trabajo. Es una de las mejores sensaciones del mundo: los nervios antes de la proyección; sentir la energía de la gente mientras se suceden las imágenes; el increíble subidón de adrenalina cuando todo termina. Anoche me volví a casa como si fuera un poquito borracho: ligeramente mareado y muy contento.
En fin, este es solo el primer paso, y aún nos quedan un montón... Aunque, de momento, vamos bastante bien.
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